Él quería crear una vida. Su vida. Utilizaba la palabra
crear porque creía que existía un largo y continuo proceso de elaboración en la
búsqueda de esa creación. No quería hacer su vida, así, sin más, como si
hubiera un libro de instrucciones que marcara cómo hacerlo. Por ello, ser
plenamente reflexivo a la hora de saber qué, cuándo y cómo algo se deseaba, era
su modo de encajar las piezas de su evolución como persona. La base que marcaba
el inicio de cada proceso vital que él resolvía de manera plenamente consciente.
Se creía una persona totalmente independiente del mundo por su capacidad de
decidirlo todo.
Siempre había estado orgulloso de poseer la “soledad satisfecha”,
culmen de todo ser que se creyera absolutamente libre. No veía cosa más bella
que saber estar en soledad cuando se toma la decisión de estarlo; y lograr
estar en la compañía deseada en el momento que se precisa de alguien alrededor.
Poder disponer de aquellas decisiones a su antojo le llevaba a un estado
cercano a lo que él definía como nirvana de la decisión, para lo cual había que
ser plenamente consciente de lo deseado de manera absolutamente meditabunda.
No hubo cosa más dura que darse cuenta de lo prescindible
que era. De que era totalmente reemplazable por cualquier persona de las
que lo rodeaban. Y cuánto le jodía pensar que otros habían ocupado su lugar,
cumpliendo incluso mejor que él mismo, el rol en el que se creía
indispensable. Y él sentía ahora tantos celos. Por muy importante que creyera ser para los que ocupaban su entorno, al final podría acabar en un mero recuerdo reducido a algo próximo a
la nada. Si no, ahí está la muerte como prueba. El recuerdo se esfuma, como lo hace la
vida misma.
Y a pesar de tanta abstracción, nunca se había dado cuenta
de lo que de verdad le rodeaba. Su despotismo había reducido el mundo a sus especulaciones,
obviando el hecho de que la vida de los otros también está siendo creada. Sus
decisiones no marcaban la determinación de nadie de alrededor. Sus
disposiciones no concluían el destino de la Tierra, sino más la rotación terrestre delimitaba
sus movimientos. En ese averno él no era dios, aunque menos aún el diablo que
hacía mover sus engranajes demoníacos.
Y él ya no formaba parte de la vida de aquella persona sin
que él hubiera podido decidir nada al respecto. No estar presente en esa vida
no había formado parte de sus reflexiones. Ya no era una pieza básica en su
existencia, no era siquiera elemento traza de su subsistencia. Y él sentía
tanta insignificancia. La prescindibilidad de aquella persona debía alcanzar,
al menos, su nivel de poquedad. Crear su vida exigía que otras fueran
conclusas. Él no quería acabar con una vida y sin embargo los recuerdos que
pudieron compartir no tardarían en esfumarse ahora, como lo hace la vida misma.
Tras la muerte.
De pronto, sin previo aviso, mi nuevo estado, le supuso convertirse en un ser prescindible para mí. "Y él ya no formaba parte de la vida de aquella persona si que él hubiera podido decidir nada al respecto...los recuerdos que pudieron compartir no tardarían en esfumarse ahora..." Expresa lo que te contaba la otra tarde. Esta historia la sentí cercana desde el momento en que la escribiste.
ResponderEliminarQué forma tan bella tienes de expresar historias marrones, áridas, erosionadas...sigue haciéndolo !
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