miércoles, 3 de noviembre de 2010

El cartero y el tren (I)

15.45 h. El tren salía desde Murcia con destino a Madrid.

Siempre le había gustado viajar en tren. Desde pequeña el tren había formado parte de su vida. Nunca tuvo habitación propia, tampoco perro y siempre echo de menos un abuelo que le repitiera historias una y otra vez, y que le mostrara el mundo desde un lado sensible y decoroso. Pero sin embargo tuvo un tren. Un tren que recorría la puerta de su casa y que le mostraba un mundo al que nunca alcanzaba.
En aquellos u otros vagones, había mezclado millones de las historias de los libros que leía entre los paisajes que recorría. Al principio el recorrido era siempre el mismo, de casa a la escuela y de la escuela a casa, primero con su hermana mayor y luego sola. Sin embargo el paisaje y la gente que lo habitaba era diferente, y cada viaje lograba ser único entre los demás.
Más tarde el tren sería su vía de escape hacía ese mundo que siempre había visto marchar de entre sus narices.


Él nunca había cogido un tren. Como tampoco había cogido nunca ningún avión. No había salido de su pequeño pueblo costero donde desde muy joven había empezado a trabajar.
Porque él siempre había pensado que tenía el mejor trabajo del mundo. Se creía realmente un privilegiado ¿hay alguien con más poder que aquél capaz de acercar las vidas de dos personas que se encuentran tan lejos?
Su primer tren, había precisado de una larga espera de varios años. Hasta entonces no se había creído listo, como aún no se había visto preparado para el amor. Ese día, había llegado la hora de rebasar aquel andén.


Ella siempre decía que viajar en tren era como un cuadro en movimiento y en continuo cambio de colores, como una canción interminable en diferentes tonos o un libro de pequeños relatos.
Imaginaba las vidas de los viajeros que subían y bajaban del tren, les diseñaba una existencia llena de emociones, amores o decepciones. Dibujaba amores, familias y soledades en los andenes a cada uno de los transeúntes. Era increíblemente injusta. Ofrecía tristes vidas a gente que quizá merecía ser intensamente feliz y, peor aún, ideaba grandiosas emociones en biografías vacías de toda suerte, en las que sólo habría logrado alcanzar una tremenda envidia.


Desde pequeño siempre había tenido claro lo que quería ser de mayor: el cartero de Neruda. Siempre maldijo que ningún Neruda pasara por allí, y aunque no lo admita a veces escribía versos en algunas de las postales que a él llegaban, reproduciendo fielmente su caligrafía.
Porque él era cartero y podía disfrutar de las historias de viaje que narraban los peregrinos que habían llegado a aquel reducido rincón del mundo y que querían dejar constancia de ello. Del color del mar al otro lado del mundo, por ejemplo. O del olor a pescado, la textura de la arena o la tortuosidad de las calles de aquel pueblo.
Leía todas y cada una de las postales que se enviaban desde aquel pueblo. Le encantaban las que eran de amor, las que prometían amor eterno a la vuelta de la ausencia.


Ahora ella se disponía a sobrepasar esa línea que nunca había atravesado. No era sólo una línea en el mapa, de esas que separan fronteras, era algo más, el momento en que lo hacía.


Nunca se quedó con ninguna postal. Jamás se atrevió a desobedecer ese círculo vicioso en el que se basa la vida, que ordenaba que esa carta llegara a su destino. Sin embargo, con aquella carta todo cambiaba.







lunes, 20 de septiembre de 2010

Nunca se había enamorado

Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen.
Eduardo Galeano


Había desnudado a más mujeres de las que podía acordarse. No era capaz de reconocer a alguna de ellas si se la cruzara por la calle. De muchas no recordaba ni el nombre. De algunas no sabe si obtuvo algún placer. Muchas de ellas seguro que desearon no haber pasado nunca por su cama.

El sexo nunca había sido más que algo instintivo, casi como un acto reflejo. Algo maquinal, que acercaba su existencia a la de un ratón o un cerdo; asomo animal. De hecho, no sabía si alguna vez había hecho el amor.

No es que le gustara la vida saltando de mujer a mujer. Sólo era su forma de suplantar el amor que nunca había tenido. ¿No es más fácil dejarse llevar cuando uno se dirige a lo desconocido?
A veces se sentía desgraciado si bien no se lo reprochaba: nunca había hecho el amor porque nunca se había enamorado.

Quién sabe si se mentía a si mismo. Que hubiera deseado volver a ver a alguna de sus amantes había sido algo relativamente común entre sus días. Que finalmente lo hiciera, dejándose llevar como cualquiera, no había sido tan extraño en su vida. De algunas había obtenido verdadero placer; de otras incluso cariño. Excepcionalmente incluso había añorado el cariño de alguna de ellas. Sin embargo, siempre había sentenciado marcando un límite que no se dejaba rebasar. De lejos no hay nada que reprochar, de cerca es más difícil atreverse a cualquier cosa.

Quizá nunca se había enamorado porque nunca había dejado que pasara. Para amar, además de querer hay dejarse seducir. Para sentirse enamorado hay aceptar primero lo que se siente. ¿Acaso cuando estaba cerca de enamorarse, sentía la necesidad de irse y rompía toda posibilidad de hacerlo?

Sus esquemas sentimentales parecían demasiado marcados. Inamovibles.
Y ella estaba allí, ahora, esperándole. Y él la deseaba y moría por hacerle el amor, sin saber si sería capaz de hacerlo.

De Hábitats de secano





viernes, 10 de septiembre de 2010

Matar a su enamorado

Se había enamorado de su pene.
Era más hermoso que el resto de su cuerpo. Que el resto de las cosas que había conocido nunca. Erecto, rígido y empinado. Simétrico, con un glande bello y firme.

En las novelas de amor nunca lo había leído. Nunca lo había escuchado en ninguna conversación. Nadie contaba historias de amor hacia penes, vaginas o dedos de los pies. Y ella se sentía rara. Desconcertada e inquieta.

Nunca pensó que el amor fuera así, ni que la primera vez en enamorarse iba a hacerlo de un pene. La gente se enamoraba de otras personas, a veces de varias a la vez, a veces de ambos sexos, pero nunca de un pene.
Quizá nunca debió de hacerlo. Ahora nunca más podría volver a tenerlo entre sus manos, firme y grande.

De eso no podía haberse enamorado ella. Ya no era lo que había codiciado tanto.
Para nada le valía ahora su pene amado seccionado, alejado del cuerpo al que pertenecía. Había perdido la esbeltez que la enamoraba.

El deseo había hecho matar a su enamorado.


De Hábitats de secano



martes, 7 de septiembre de 2010

Desvergüenza

Nunca pensó que los talleres de escritura podrían tener alguna función real. Según él se puede aprender a escribir pero el don de contar historias, de jugar con las palabras, vienen marcadas de forma innata en la persona.
– ¡Seguro que Bukowski nunca estuvo en ninguno de esos talleres de mierda…! – Contestaba siempre
– Además, ¿tú crees que en una semana se puede aprender a escribir?
Realmente nunca quiso aprender a contar historias porque creía que para ello había que vivir vidas diferentes a las del resto de la humanidad, extra-vagantes y canallas; y despertarse y pegarse una ducha, desayunar café con leche y galletas y sacar a pasear al perro no era para nada algo singular.
Finalmente aquel verano acabó inscribiéndose en aquel taller de escritura, dada la insistencia de su amigo Manel, el calor y el aburrimiento que recorría sus días de verano en la capital.
El segundo día de curso apareció algo que lo impresionó. Una chica llevaba el libro “la máquina de follar” de Charles Bukowski. Siempre había odiado el pudor y el decoro entre la gente, y que aquella chica mostrara sin vergüenza alguna que estaba leyendo uno de los libros de Bukowski con título más explicito, le aporto una empatía y cercanía extrañas. Se sorprendió aún más cuando se dio cuenta de que sus ojos se habían dirigido con anterioridad al libro, que a las piernas que asomaban bajo el vestido blanco que remarcaba, engrandeciéndolo, su torso moreno.
Los días de la semana fueron pasando y la chica morena no había vuelto. Quizá no había ido al taller porque necesitaba conocer las historias de un escritor mujeriego y borracho que acaba titulando a su libro “la máquina de follar”. El taller de escritura iba llegando a su fin y había resultado ser lo que esperaba: todo se resumía en que había que leer para aprender a escribir, y que aun leyendo mucho, puede que no pasaras de bloguero.
Sin embargo, el último día la chica volvió por la sala, ya sin el libro en la mano. Después me contaría que había estado aprendiendo a ser escritor, revolcándose en las desventuras de uno de los más borrachos habidos y por haber. Yo la convencí para que viniera a mi casa contándole historias, como nunca lo había hecho, como lo hacían los escritores, inventando una realidad repleta de desvergüenza.

De Hábitats de secano



domingo, 20 de junio de 2010

Tus miserias

Y ese fue el detonante que sacó a relucir tus miserias cuado casi todo parecía virtud. Una vida llena de felicidades aparentes, falta de amor y repleta de soledad inherente. Completamente rechazable, casi repugnante, desde cualquiera de tus puntos de observación.
Ahora, arréglatelas solo para intentar manejar esta situación incontrolable.

De Hábitats de secano




lunes, 19 de abril de 2010

El vecino panzón del tercero

La vida tiene poco que merezca la pena y el esfuerzo de vivirla, pero al fin y al cabo es lo único que podemos sentir como cierto con toda seguridad. A todo se le puede apreciar cierta duda excepto a que estamos apreciando esa duda.
Alguna vez había pensado en quitarse la vida pero ¡le parecía tan absurdo quitarse lo único realmente cierto que tiene la vida!
Hacia tiempo que no se cruzaba en su camino algo que lo consiguiera evitar durante un ratito de esa rutina, triste y sucia, a la que llegó nada más aparecer por este mundo. Aunque todos creen que el tiempo es el que te lleva a la rutina, él sabía que el tiempo no hace más que mostrarte como evidente algo que te viene impuesto al nacer.
Saber aquello no le aturdía ni le entristecía. Él al menos era consciente de que estaba dentro porque nadie puede escapar de ella y sentía aún más lástima del resto de la gente que piensa que está fuera cuando está metido hasta las trancas.
Él lo veía claro. No se puede salir de la rutina porque no sé puede hacer nada nuevo que realmente te haga ser único. Todo está inventado y en efecto cualquier nuevo invento no es más un ensamblaje de cosas presentes en el mundo.
Incluso las sensaciones y sentimientos que creemos tan particulares han sido ya manoseados por cualquiera de los que se cruzaba cada mañana al ir a trabajar.
Le jodía que hasta el vecino panzón del tercero, al que cada noche oía gritar a sus hijos y mujer, pudiera haberse atiborrado ya de alguna de las sensaciones que él había creído como únicas. Sólo pensarlo lo enrabiaba extremadamente.
Él sabía que su vida era verdadera aunque no estaba tan seguro acerca de la vida de los demás. Quizá para obviar durante un ratito la rutina sólo necesitaba que se cruzara en su camino aquel vecino panzón del tercero.
Al menos, ya habría un asqueroso individuo menos que pudiera haber sentido lo que él.

De Hábitats de secano

domingo, 11 de abril de 2010

Parada de taxis

Él paró un taxi que pasaba junto al banco donde estaban sentados y se montó en él rápido. Poco después, hasta el taxista le ofreció parar a tomar un café al verlo tan envuelto en lágrimas.
Hasta que el taxi se perdió de vista entre las calles de la ciudad, ella siguió allí parada, esperando. No creía que volviera, pero aquella noche acababa de dejar salir tanto sus emociones ante él que ahora se sentía más débil, falto de fuerzas.
Justo antes de cerrar la puerta del taxi ella lo llamó por última vez. Él revolvió la cabeza, implorando no volver a escuchar aquello que le estaba generando tandas dudas. Con mirada triste y sincera, asemejando a un herido a punto de recibir su último golpe, ella le volvió a asegurar que lo quería.
Cual enamorada desesperada le había prometido dejarlo todo, y él, abrumado, no se había atrevido a coger nada, sintiendo lástima por ello, quizá hacia si mismo.
Los miedos rodean la vida de las personas y quizá el más frustrante de ellos es el que se siente hacia los sentimientos. No siempre es fácil aceptarlos porque no siempre es conveniente. La parte sentimental del ser humano, si bien tiene un enorme poder, no siempre alcanza la supremacía sobre nuestro fragmento racional. Depende de lo que dejemos fluir a nuestra fracción animal, esa que se escapa de ese raciocinio que se empeña en cuestionar lo que sentimos hasta el punto de llegar a reprimirlo. Maldito Dios maniqueísta y ególatra.
Al final las sensaciones, aunque nunca desaparecen, acaban quedándose ocultas. Se reprimen los sentimientos, pero las sensaciones vuelven a aparecer.
No obstante, aquella noche, horas antes de que el taxi partiera, tras varios meses sin encontrarse, lo que parecía oculto en él había salido a la vista y aquel encuentro casual había vuelto a ensamblarlos. Se había dejado llevar por sus sensaciones y “aquello” había disuelto los esquemas que él tan bien había marcado, dejando así a un lado su racionalidad.
Aún así, más tarde, decidió montarse en el taxi.


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martes, 16 de marzo de 2010

jueves, 4 de marzo de 2010

Había perdido a su gato

“The best thing you have had has gone away”

Había perdido a su gato. Un día, al volver de trabajar, ya no estaba. Él ni se había percatado de su ausencia hasta bien entrada la tarde, cuando se cruzó con la vieja foto de encima del televisor. Tenía mucho trabajo y lo había olvidado completamente. No obstante, la noticia le engendró una repentina sensación de intranquilidad y preocupación impropia de su carácter.
Siempre había escuchado que las cosas no se pierden sino que se dejan ir. A él nunca le había gustado esa frasecita, pero lo cierto era que no era la primera vez que algún amigo se la decía y quizá él lo había obligado a escapar, creándole la necesidad de huir que ya iba siendo común entre los que lo rodeaban. Él no se portaba mal, aunque tampoco bien, y la falta de atención produce más desesperanza que la ausencia o la agresión.
Con los años la soledad había pasado de ser una obligación y un suplicio a ser una necesidad, según él pensaba. Todos habían ido cayendo poco a poco, había ido soltándolos, y el último que le quedaba era su gato. En ningún tiempo había querido cuidar a nadie, de hecho nunca había querido cuidar un gato. Sin embargo, la sola ausencia de su gato lo había dejado verdaderamente solo y le había hecho sentir miedo.

De Hábitats de secano



lunes, 1 de marzo de 2010

La báscula

‘La báscula’, realizado por los periodistas españoles asentados en Estambul Daniel Iriarte, Francisco Martínez y Andrés Mourenza, gana el concurso Amal Express, convocado por la Fundación Araguaney durante el Festival de cine euroárabe Amal, que se realiza cada año en Santiago de Compostela.
Desde aquí, mi más sincera y cercana enhorabuena.

lunes, 22 de febrero de 2010

Perder la vida

Tras hacerle el amor durante un cuarto de hora, lo dejó. Él se quedó con la comida que había preparado para ella; comida para dos a medio hacer. No le había prometido nada y nada dijo para despedirse. Él no había salido tras ella. Nunca se atrevió a decírselo pero siempre había querido que se quedara eternamente. Él prefería callar y hacer lo de siempre.
Después de quedarse solo, guardó la comida sobrante en la nevera, se fue a dormir, se levantó, meó fuera de la taza, corrió 10 minutos en la bicicleta estática, vio una vez más la película de Taxi Driver mientras imitaba a Robert De Niro, leyó algo de un libro de autoayuda e intentó dormir. Lentamente.
En la cama, comenzó a masturbarse, otra vez. Aquellos minutos de compañía no habían sido suficientes para desenganchar esas hormonas que se le pegaban al cerebro provocándole un peligroso sentimiento suicida. Lo necesitaba, tenía que volver a llamarla y tendría que volver a pagar. Más vale perder la dignidad una vez más, que perder la vida.

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sábado, 30 de enero de 2010

Setas con sabor a bosque

La conocí esa misma noche. Movía la cabeza al ritmo del contrabajo que guiaba aquellas canciones de Jazz, con los ojos cerrados.
Habían pasado ya algunos meses cuando desapareció. Decía que no le gustaba el sonido de aquella minicadena. Había demasiado ruido en los cds de Jeff Buckley y no podía soportarlo. Siempre había querido tener un tocadiscos porque imaginaba que la aguja del tocadiscos era la púa de los músicos. Bueno, en realidad hablaba de la púa de Bob Dylan, porque ella sólo tenía un viejo disco que cogió de su tío cuando era niña, el “Street legal” de Bob Dylan.
Amaba las tiendas de segunda mano. Era como estar viviendo varias vidas a la vez, decía, mientras imaginaba vidas extravagantes de las personas que habían llevado esa ropa o usado aquellos utensilios. Cuando se compraba algún abrigo siempre afirmaba que el dependiente le había dicho que había pertenecido a Jeanne Moreau. Soñaba con haber nacido en la “Nouvelle vague” francesa y así poder haber vivido en París, en un apartamento del quartier latino. También deseaba parecerse a la Catherine de Truffaut, aunque eso no a mí no me gustaba, porque me repugnaba la idea de acabar como Jules y la veía capaz de hacerme lo que Jim si alguna vez la dejaba de querer.
Cuando fui a Madrid a visitar a mi hermano, pasé por una tienda de segunda mano y compré un viejo tocadiscos. Durante casi un mes estuvo sonando su viejo disco sin parar, mientras ella miraba atenta el rozar de la aguja contra el disco.
Ella no quiso venir conmigo a Madrid. Aunque nunca me lo dijo, creo que mi hermano nunca le había caído bien. De hecho, cuando mi hermano estuvo en casa casi no salió de la habitación. Quizá no soportaba que siempre estuviera hablando de la familia, el pueblo y el trabajo. Yo dejé de ir al pueblo cuando descubrí que allí pasaba más rápido el tiempo sin que nada cambiara en su interior. Yo temía envejecer más rápido sin que nada hubiera pasado por mis ojos. Además, todavía no la había conocido.
Le gustaba el salteado de verduras y setas que cocinaba yo. Ella compraba las setas en el mercado de la ciudad, aunque sólo lo hacía en el tiempo de su recolección porque eran las únicas que conservaban el sabor a bosque, decía. Mientras lo cocinaba sonreía, a la espera. Tras cocinarlo, siempre me soltaba un beso y me hablaba de aquel restaurante que íbamos a montar en el que sólo serviríamos salteado de verduras y setas, con sabor a bosque, claro. Luego, habría que buscarse otra cosa pues sólo podríamos tenerlo abierto durante el tiempo de la recolección de las setas. Quizá una pescadería, para así estar más cerca del mar, decía. Le gustaba ver el mar, aunque no soportaba la niebla. Los días de niebla no salía de casa. En aquella ciudad no había apenas niebla aunque solía nevar con frecuencia en inverno y eso le gustaba, pues imaginaba el polvo de nieve como pequeños cristales en forma de estrella.
A los cuatro días de conocernos se trajo algo de ropa a casa. Después, no volvió a pagar el alquiler de su viejo apartamento porque nunca volvió a vivir en él. Decía que no aguantaba más el olor a rancio de su barrio. No le gustaba que no hubiera tiendas de segunda mano, aunque le gustaba pasear por delante de los puestos de pescado. Tampoco aguantaba el resto de la ciudad, pero no sabía como irse porque no sabía donde ir y, además, en pocos lugares había setas tan buenas como allí. Pensaba que esta ciudad tiene el extraño poder de atraparte a ella. Por eso, decía, no hay vagabundos. Los que llegan escapan en cuanto se dan cuenta y no se quedan más de dos o tres días. Sin embargo, ella conseguiría escapar alguna vez.
Un día, al llegar a casa, faltaba el tocadiscos y el disco de Bob Dylan. También faltaba parte de su ropa. Sólo aparecía una nota: “Lo conseguí”.

De Hábitats de secano





miércoles, 27 de enero de 2010

No hay lugar para paisajes bonitos


El reloj digital, situado debajo de un anuncio publicitario, marcaba las 7.20 h de la mañana. Iba alterando los dígitos horarios con la temperatura que se sufría en aquellas horas por encima de aquellos baldosines. 1ºC, hoy habían tenido suerte, sí. No era normal que el signo que indica temperaturas por debajo de 0º C no apareciera en aquel primer mes del año. Era bonito andar, a media luz, por aquellas callejuelas estrechas, aunque ni se había percatado de ello: estaba demasiado entretenido en luchar con el frío, el sueño y las pocas ganas de ir a trabajar. No hay lugar para paisajes bonitos a esas horas y con ese frío.
La soledad era lo único que cualquiera que andaba, a esas horas, por el casco antiguo de la ciudad podía encontrarse. Ni perros, ni gatos, ni vagabundos ni cualquier otro ente que se guiara por sus propios instintos naturales. Era demasiado absurdo andar con ese frío por esas calles, claro está, aunque posiblemente ninguno de los que esperaban junto a él el autobús hacia el trabajo se hubieran dado cuenta. Es necesario ser más valiente para poder escapar de la vorágine social.
Al final, hasta al dolor se le va cogiendo gustillo. O, sino, al menos una vez que entras en él cuesta mucho salir. Al fin y al cabo te mantiene entretenido, lo cual va siendo cada vez más difícil entre este mundo repleto de servicios de entretenimiento.
-          ¿Tú también trabajas en la vieja factoría?. Yo trabajo de mantenimiento, arreglando máquinas y todo eso. Llevo toda la vida…
Aquel inicio de conversación rompía el silencio sepulcral de la espera.  Las conversaciones, a esas horas, eran lentas y arduas. El hombre, de calvicie bien entrada y vientre abultado, parecía ir feliz, bocadillo en mano, al encuentro con la factoría. Parecía haber estado soñando que alguna vez lo hacía.
-          Sí, yo también trabajo allí. Te había visto alguna vez esperando el bus, aunque nunca me he cruzado contigo en la factoría. Será porque yo sólo llevo unos meses por aquí…
-          -Ya, es que yo ando de un lado para otro, en la sala de máquinas y en la de repuestos, será por eso.
El autobús paró cerca de la plaza y todos los trabajadores empezaron a subir. Entre la desganada cola de subida al autobús el hombre del bocadillo en mano fue quedándose atrás observando como subían, una a una, aquellas hormiguillas.
-          Oye, aquel hombre no ha subido aun, espere un momento.
El conductor del autobús, con el ánimo de una persona cercana a la jubilación, cerro la puerta y dijo:
-          Llevo 40 años en esto, 20  de los cuales he visto al pirado ese venir todos los días, bocadillo en mano, aquí a dar por culo. Así que déjate de tonterías y vámonos.

Aquel hombre llevaba 20 años yendo cada día, bocadillo en mano y frío en el ambiente, a rozar, un poco más de cerca, ese sueño suyo de ir a trabajar a la factoría.
Quizá le parecía emocionante aquella imagen, aquel paisaje, cual escena que observamos de lejos, y soñaba cada día con hacerlo. O, quizá, simplemente era un pirado más de los que abundaban por la ciudad, ocupando los nichos de los perros, los gatos y los vagabundos.


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