lunes, 9 de noviembre de 2009

La relativa lejanía

Andaba por tierras lejanas. Llevaba viviendo en Sofía ya unos meses pero no conocía nada de la lengua local. Acaba de matricularse en un curso de búlgaro pero la enorme diferencia con su castellano nativo le obligaba a comunicarse en la lengua del último gran imperio: el inglés. La lejanía siempre es relativa al punto al que uno quiera referirse.
Casi un millón y medio de personas se extendían por sus viejas calles. En una de ellas, en un bar “chic” del centro de la ciudad que suelen frecuentar eternos artistas que no consiguen exponer fuera del salón de su casa, Javier tomaba una copa con unos amigos que había conocido en un centro de cultura española - la amistad también es siempre relativa al punto al que uno quiera referirse-. Contaban historias de gente que vive ese tipo de vida que todos hemos soñado alguna vez vivir sin que nos hayamos atrevido a ello. Porque todos, incluso los que viven las vidas de nuestros sueños, soñamos vidas que no nos pertenecen.
Javier se percató de una silueta femenina, con un maquillaje muy marcado y con un vestido medio corto propio de las tiendas de ropa de segunda mano de las afueras de la ciudad. La tez blanca y el cabello rubio parecía delatar su origen búlgaro, y su presencia cerca de su mesa obligó a Javier a perseguir con la mirada sus movimientos.
Cuando la chica se levantó a pedir Javier hizo lo propio y se situó a su lado. Javier empiezó a hablar en inglés, a delatar su nacionalidad (“exótica” en aquellas tierras) y a contar historias -todo el mundo tiene historias guardadas que utilizar, según el momento y el lugar, cuando quiere impresionar a alguien-. La chica se decidió a cortar a Javier, soltando lo poco de inglés que sabía: “No english”. No hubo más conversación que la trascurrida en el bar y alguna frase suelta más tarde.
A la mañana siguiente la chica despertó en la cama de Javier. Antes de desayunar, ambos lograron conocer, entre la incertidumbre comunicativa, el nombre del otro. Nadie lo preguntó, simplemente la casualidad hizo que saliera. La chica lo encontró escrito en el libro de la mesilla de Javier mientras lo señala intentando pronunciar su nombre. Tras desayunar la chica se marchó del piso y se volvió a perder entre el millón y medio de personas de la ciudad. Porque la lejanía siempre es relativa al punto al que uno quiera referirse.

De Hábitats de secano

domingo, 25 de octubre de 2009

Terrazas cuando el sol calienta

Llegó a su nueva casa de alquiler. Ésta se localizaba en el centro de aquella ciudad, muy cerca de la plaza mayor, y en una de esas callejuelas empinadas del casco antiguo. Había decidido irse a vivir solo harto de periódicas mudanzas y de las no-relaciones con las personas de la habitación de al lado. A la vez, se estaba marcando una prueba que antes o después debía llegar y que todo el mundo debe aventurarse a hacer en alguna ocasión (y más aun si hablamos de un chico con afinidad a la soledad y con dificultad para entregar a cualquier persona parte de lo que es), marcando así un paso en la madurez y evolución vital: vivir en soledad. Esto es relativo en la actualidad, bien es cierto, dada la inabarcable comunicación existente a través de numerosos aparatos electrónicos.
El piso tenía una pequeña terracita. Al ser sureño el chico, éste siempre había sido amante de la luminosidad y tenía esa extraña tendencia a no encerrarse entre cuatro paredes que caracteriza a la gente del sur, así que la presencia de aquella terraza le agradó significativamente.
Al instalarse en el piso limpió bien la terraza, regó las plantas que adornaban la terraza (herencia de la casera) y preparó aquel espacio para compartirlo con sus amigos en ocasiones varias al ritmo de buena música y con el sabor a alcohol y tabaco. Mientras lo hacía, la vecina del piso de encima le comentaba el estado de abandono de la terraza debido al poco uso que había tenido por los antiguos inquilinos.
El verano pasó muy rápido en la ciudad y la terraza siguió cubriéndose de hojas secas y olvidando aquel sabor que lo iba a caracterizar. Habían pasado amigos por el piso pero muy pocos por la terraza. Y el chico, que llevaba ya un tiempo en aquella ciudad, comprendió algo evidente de lo que no se había percatado: las terrazas sólo son tales cuando el sol calienta lo suficiente.

De Hábitats de secano

martes, 20 de octubre de 2009

Días especiales

Un buen amigo me reflexionaba el otro día, como una idea recién sacada de una mañana resacosa de café y zumo de naranja, como habíamos saturado nuestra vida de días especiales hasta el punto que habíamos provocado que éstos dejaran de ser especiales. Quizá proceda de una mala interpretación de aquella canción de Serrat hasta el extremo de convertir lo que podía ser un gran día en un día común. Aquello de que algo deja de ser especial por perder la peculiaridad que le identificaba.
Me comentaba, como ejemplo, como para nuestras generaciones precedentes, un día de celebración ó la feria del pueblo, por ser días de fiesta escasos a lo largo de año, eran días realmente especiales y la ilusión y emoción que ellos ponían eran asimismo efectivamente especiales. Cabe preguntarse si esas sensaciones tienen cabida actualmente cada vez que salimos “de fiesta” y cómo cuando éstas llevan un tiempo sin producirse (tras el periodo de exámenes, cuando ha pasado gran tiempo sin ver a gente querida, etc.) se convierten en noches verdaderamente especiales.
No quiero decir con esto que haya que disfrutar menos de los días para conseguir días que podamos clasificar como especiales, ¡qué va!, yo soy el primero que intento seguir al pie de la letra el “hoy puede ser un gran día” de Serrat, simplemente me impresiona aquella antigua actitud en la que en ciertos días se entregaba todo y creo que deberíamos intentar sacar ese delirio cada vez que salimos de casa.

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miércoles, 7 de octubre de 2009

La gente y el tiempo

Somos sociales por naturaleza, eso está claro, pero un bicho de secano acostumbrado ya a ir ocupando nichos varios, todavía se sorprende de la gente que se cruza en su camino y más aun de la variedad de éstos. Esto es evidente, me diréis, y sí, claro que lo es, pero lo que es más asombroso es la forma con la que obviamos esas relaciones y la rapidez o lentitud (a veces hasta de forma eterna, o sea, hasta la muerte) con la que ganamos o perdemos a esas piedrecitas del camino. Y lo peor de todo, señores, es lo imparciales, inestables, injustos e incluso antiemocionales y superficiales (no de fijarnos en el exterior humano sino de la no apetencia de profundizar) que somos al considerar el trato con todas esas personas.
Y sí, cierto es también, que pensamos que al final profundizamos y gastamos más tiempo con las personas con las que supuestamente queremos estar, aunque siempre nos ronden por la cabeza cuestiones como si realmente es conformismo y facilidad ó en cambio hablamos de una apetencia real, y si a todas las personas de alrededor les hemos dado las mismas oportunidades que a esa gente con la que supuestamente queremos estar, o sin embargo estamos dentro de un maldito círculo vicioso en el que damos más tiempo a quien más tiempo pasa con nosotros.

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martes, 11 de agosto de 2009

Historias de carretera II - La vecina y las cucarachas

2:45 a.m. Javier sube al ascensor y pulsa el botón hacia la cuarta planta con algo de dificultad a causa del alcohol de las cervezas que circula por su cabeza.
Había vuelto para unos días en Murcia, de visita, y dormía en el incómodo sofá del apartamento de su hermano para pasar más tiempo con él y a la vez poder quedar con viejos amigos sin tener que coger el coche hacia el pueblo. Siempre es bonito estar de vuelta cuando se tiene una fecha de partida marcada.
Se abre la puerta del ascensor que da al rellano del piso de su hermano, situado a la izquierda; de otro piso con la puerta en perpendicular a la de su hermano y de una terraza situada a la derecha de la salida del ascensor.
Javier mira a la izquierda, moviendo la cabeza y la mirada lentamente, queriendo situar en el espacio la puerta del piso de su hermano, y se encuentra la vecina fregando la puerta y el rellano.
- ¿Vaya horas de fregar la puerta? -se pregunta cuando comienza a andar hacia la puerta.-
Al acercarse, poco a poco, va aclarando la imagen hasta hacerla nítida. “El cuadro” que se encuentra, desde lejos resguardado por la escasez de luz, pasa de ser una silueta escuálida y huesuda con dos pechos estirajados y arrugados, hasta poder alcanzar a ver la lanuda vulva hasta la cual casi alcanzaban los pechos cuando se situó cerca para llegar a la puerta del piso de su hermano, pisando parte del suelo fregado.
- Buenas noches. -Soltó Javier, tranquilo pero incrédulo y sorprendido, mientras sacaba las llaves y las introducía en la cerradura-
- Buenas noches. -Comentó la mujer arrugada y cincuentona, con total naturalidad- ¿Me podrías hacer un favor?
- Bueno… -Contestó Javier dudoso pero educado- ¿Qué desea usted?
- ¡No me llames de usted! Si yo soy todavía soy muy joven… ¿Puedes cerrar la puerta de la terraza? Es que se me meten las cucarachas en casa.
- Vale, de acuerdo.
Javier comenzó a andar hacia la entreabierta puerta de la terraza. Al llegar, empezó a mirar cual de las diez llaves del manojo que su hermano le había prestado podía ser, mientras se preguntaba como un pequeño apartamento podía tener tantas llaves.
- Ven para acá y doy yo las llaves, que las tengo a la mano – le indicó la vecina, mientras Javier miraba el manojo de llaves-
Javier empezó a andar, casi inconsciente de la situación que se estaba creando.
- Perdona, pero es que yo nunca puedo cerrarla, está muy dura la cerradura y no sabes lo pesadas que se ponen después las cucarachas, es un asco cuando pisas una sin querer…
- Sí –asintió Javier mientras se la imaginaba desnuda y descalza pisando una cucaracha a la vez que fregaba-
Entonces la vecina entró dentro y cogió un pequeño manojo de llaves.
- Perdona que le pise el suelo
- No te preocupes. Yo es que prefiero fregar de noche, porque… ¡de día hace un calor!
- Ya, entiendo… -contesto el chico-
- Toma las llaves
Javier se acercó y estiró el brazo. La mujer le dio las llaves dejándolas suavemente sobre su mano acompañando la acción de una caricia con su mano mojada.
- Gracias. – dijo Javier mientras si dio rápidamente la vuelta para andar hacia la terraza y cerrarla.-
- Tome las llaves. Que pase buenas noches y perdone por pisarle lo fregado.
- No, gracias a ti. –Contestó la mujer-. Por cierto, no te habrá molestado que vaya desnuda, ¿no?
- No, tranquila. – Mintió Javier.
- Es que yo soy muy naturalista y además hace “una calor”…
- Sí, es que en Murcia ya sabe usted…
- ¡Ya te he dicho que no me llames de usted!
- Vale… perdone… digo... perdona… Que pase buenas noches.

De Hábitats de secano

martes, 28 de julio de 2009

Histórias de uma viagem a Portugal

Era el último martes del mes de julio de 2009. Para la inmensa mayoría de las personas del mundo, esas enfangadas en un atasco ahumado y ruidoso o aquellas apiladas en una playa con vistas a edificios agigantados, un día más, un día cualquiera. Para aquellos dos buenos amigos de juventud, iba a ser un día que iba a quedar marcado en sus memorias, imagen a imagen, sensación a sensación, palabra a palabra, silencio a silencio.
Gabriel y Javier llevaban ya casi cinco días de viaje y aun le restaban otros tantos hasta llegar a sus respectivos hogares rurales. Su intención era cruzar el Alto Alentejo hasta llegar a la costa alentejana que recorrerían, adentrándose en ocasiones en el interior montañoso, obteniendo el desenlace de la historia al volver a cruzar la frontera, tras dibujar el litoral del Algarve.
Habían decidido realizar aquel viaje por las tierras sureñas portuguesas aprovechando que estaban en Extremadura para ir a un festival de música pop independiente donde también habían disfrutado en grande. Además, ambos tenían aun el corazón tocado por viejos amores y la mente desorientada, evocaban siluetas femeninas no presentes y precisaban un ambiente de reflexión, tranquilidad y confianza que sólo la compañía de viejos amigos incuestionables podía ofrecer. Ambos eran culpables del delito de amor; el primero cumplía condena por haber entregado y demostrado, sin condición ni coartada alguna, todo el amor que le cabía empeñando incluso parte de su misma esencia; y Javier era responsable de la fechoría de no haber sido capaz de demostrar suficientemente el amor, pues las cosas más apetecidas, se cogen a veces de manera tan ágil y rápida que se incurre en torpeza al hacerlo. Ahora intentaban evitar que cualquier forma de amor, incluso la más diminuta, les recordase dolorosamente al amor perdido y, aunque eran conscientes de que estaban tan rotos por la vida como cualquiera que hubiese tenido, al menos por un instante, el coraje de vivir; cómo escapar, si todo lo que fue, en su día y sin dudarlo, hermoso, se destruyó después, negando así no sólo el futuro sino también el pasado.
El cansancio, aunque aun no aparecía de forma importante, sí que se iba mostrando poco a poco debido a que las dos últimas noches habían dormido poco y hacía ya días que no probaban una vulgar y ordinaria cama, a pesar de que habían sido dos de las noches más bonitas de su joven vida.
Dos días antes habían dormido resguardados por salientes rocosos hasta que el frío les obligó a abrigarse en el interior del coche, bajo el firmamento de estrellas que cubría sus solitarios cuerpos tirados sobre la arena de una escondida cala natural del Alentejo portugués. Allí absorbieron, ambientados por la musicalidad del golpear de las olas, entre el banal sabor de un bocadillo de chorizo adornado con un punto de embriaguez, el juego de luces de un sol que supo esconderse lentamente en el horizonte oceánico para permitir a la luna menguante brillar hasta que decidió adentrarse, como el otro astro, entre las frías aguas atlánticas. Fue su primera puesta de sol, quizá la más bonita que verían en su vida, y realmente era tan bella como la habían imaginado.
La noche anterior no había sido tan fría aunque sí igual de especial. Recorriendo la montaña del Algarve se les fue haciendo de noche y acabaron tirando la tienda de campaña en medio del valle de un monte casi deshabitado, cerca de un pequeño río y al lado de un camino de tierra por el que no pasó ni un coche en toda la noche. Al lado de ellos, se escuchaba el ladrido de un perro de una pequeña casa-chabola rural que se divisaba ladera arriba, el zumbir de enormes mosquitos que se chocaban con el plástico de la tienda de campaña junto con el imparable sonido del agua del río correr. Mientras hubo luz el paisaje de ribera les servía resguardo para después dejar pasar a otro cielo repleto de estrellas. Una vez dentro de la tienda, ninguno se atrevió a salir. Aunque no hablaban de ello –los miedos se hacen pequeños con la ignorancia humana hacia éstos- ambos pensaban en la posibilidad de que se acercara cualquier animal al olor de la comida, cualquier paisano del monte al recaudo de su tierra, la misma guardería forestal con el objetivo de obtener una prima económica que le ayudara a llegar a fin de mes o cualquier otra cosa, sea lo que sea, que pudiera romper la armonía del momento.
Y sí, era ese día concreto, día cualquiera donde los haya, cuando, tras lo ya vivido y con lo que aun les quedaba de viaje, llegaron al Cabo San Vicente. Esa esquina olvidada de la península, ese rincón añorado desde los fados portugueses, ese lugar donde se acaba la tierra para siempre y comienza el mar hasta nunca. Acantilados rocosos golpeados por las olas e inundados por ese azul profundo inacabable, inabarcable.
Los dos chicos, tras dar un pequeño paseo, procedieron a expulsar al océano el dolorido pasado –Javier incluso desterró una antigua tobillera, símbolo de ese pasado y sus amores- y a arrojar mar adentro, como tantos otros habrían hecho, deseos escritos sobre un papel. ¿Cuántos deseos habrá cumplido el mar? ¿Cuántos se habrán hundido sin saber nada de ellos?, se preguntaba Javier mientras levantaba el brazo con una bolita de papel en la mano.
A continuación, sólo se sentaron sobre las rocas erosionadas por el agua, al borde de los solemnes acantilados, y quedaron en silencio, en absoluto silencio, sólo observando el horizonte y el océano-mar azul, y reflexionando sobre todo lo que quedaba atrás.
Pasaron segundos, minutos, incluso horas quizá, ya nadie lo sabe. Gabriel se levantó y, sin decir aun ni una palabra, abrazó fuertemente a Javier, símbolo de la complicidad, el cariño entre ambos y la consciencia de la importancia de lo que acababan de hacer.
Ninguno de los dos derramó una lágrima. Ambos resistieron con los ojos humedecidos. Habían comprendido lo insignificante de esas excreciones aguadas frente a la inmensidad del océano, y lo privilegiados que eran sólo por hecho de poder haber disfrutado de ese momento y de las sensaciones del lugar.
Tras retomar la marcha, el silencio permaneció constante hasta que el mar ya no se podía divisar, como si le estuvieran escondiéndole algún secreto. Entonces, ambos amigos se agradecieron el poder compartir momentos como ese y comprendieron un poco más las cosas importantes de la vida, tan desconocidas para la humanidad, esa enfangada en un atasco ahumado y ruidoso o aquella apilada en una playa con vistas a edificios agigantados.
Y sí, era ese día concreto, día cualquiera donde los haya, cuando, tras lo ya vivido y con lo que aun les quedaba de viaje, llegaron al Cabo San Vicente. Esa esquina olvidada de la península, ese rincón añorado desde los fados portugueses, ese lugar donde se acaba la tierra para siempre y comienza el mar hasta nunca. Acantilados rocosos golpeados por las olas e inundados por ese azul profundo inacabable, inabarcable.
Los dos chicos, tras dar un pequeño paseo, procedieron a expulsar al océano el dolorido pasado –Javier incluso desterró una antigua tobillera, símbolo de ese pasado y sus amores- y a arrojar mar adentro, como tantos otros habrían hecho, deseos escritos sobre un papel. ¿Cuántos deseos habrá cumplido el mar? ¿Cuántos se habrán hundido sin saber nada de ellos?, se preguntaba Javier mientras levantaba el brazo con una bolita de papel en la mano.
A continuación, sólo se sentaron sobre las rocas erosionadas por el agua, al borde de los solemnes acantilados, y quedaron en silencio, en absoluto silencio, sólo observando el horizonte y el océano-mar azul, y reflexionando sobre todo lo que quedaba atrás.
Pasaron segundos, minutos, incluso horas quizá, ya nadie lo sabe. Gabriel se levantó y, sin decir aun ni una palabra, abrazó fuertemente a Javier, símbolo de la complicidad, el cariño entre ambos y la consciencia de la importancia de lo que acababan de hacer.
Ninguno de los dos derramó una lágrima. Ambos resistieron con los ojos humedecidos. Habían comprendido lo insignificante de esas excreciones aguadas frente a la inmensidad del océano, y lo privilegiados que eran sólo por hecho de poder haber disfrutado de ese momento y de las sensaciones del lugar.
Tras retomar la marcha, el silencio permaneció constante hasta que el mar ya no se podía divisar, como si le estuvieran escondiéndole algún secreto. Entonces, ambos amigos se agradecieron el poder compartir momentos como ese y comprendieron un poco más las cosas importantes de la vida, tan desconocidas para la humanidad, esa enfangada en un atasco ahumado y ruidoso o aquella apilada en una playa con vistas a edificios agigantados.

De Hábitats de secano


jueves, 9 de julio de 2009

El tipo de las gafas Ray-ban.

Toda una vida de sexo, drogas y rock&roll. Al más puro estilo estrella del rock&roll, pero con trabajo en una vieja factoría y sin haber tocado nunca ni una sola nota en su vida.
Fue uno de los más claros ejemplos de que la movida ochentera existió en tierras murcianas. Por vivir vivió hasta la extensión del techno de los 90 e incluso consiguió sobrevivir al cambio de milenio. Todo ello con mucha elegancia y siempre sin un duro en el bolsillo. Era indudable su apariencia moderna ofrecida por esas gafas Ray-ban cuadradas, oscuras y de montura gruesa que además de marcar su estilo, lo definían y le permitían esconder sus ojos enrojecidos y aparentar no hacerse viejo.
Las escenas sexuales entre las bolsitas con polvos blancos habían sido algo común en su vida. Los amigos se contaban por decenas cuando el dinero daba para comprar algún gramo. La mesa de cristal de su piso de recibos impagados aparecía rallada de marcas blancas, alguna botella de whisky y un cenicero rebosante.
Al final, todas las chicas pasaron por su vida tan velozmente como entra una ralla de cocaína de la mesa de cristal al cerebro, y todos los amigos no llamaron tras haberse esfumado el humo del último cigarro de coca. El trabajo, además, estuvo años haciendo malabarismos para no caer hasta que la situación fue insostenible.

Pero el cuento tenía que acabar. Llego un momento en que dejo abandonar sus gafas que ya habían visto ya demasiado. El mundo que había pasado por sus lentes había quedado atrás junto con los personajes que habitaron en él. Le costó cambiar, el tipo se aferraba fuertemente a unos años que ya habían pasado, que no volverían, pero finalmente metió las gafas en la guantera y no las volvió a sacar.

Esas gafas Ray-ban, todavía con alguna "marca de guerra", ahora, marcan los rasgos sureños de este bicho de secano.

De Hábitats de secano

domingo, 15 de marzo de 2009

El mundo de la carretera

Estaba llegando a la pequeña capital castellana en la que residía. Venía de pasar el fin de semana con un buen amigo en Vitoria. Una ciudad nueva y bonita que conocer, “farra” que disfrutar y buena compañía con la que reír, sincerarse y conversar tranquilamente. Se encontraba feliz, aunque un poco cansado, y tenía ganas de llegar a su piso de al lado de la vieja escuela donde Machado dio clase años atrás. Acababa de pararle la policía para registrarle el coche, buscaban droga o algo que les pudiera aportar cualquier sospecha de ser un abertzale. La cercanía a aquella región aumentaba exponencialmente el número de policías y controles. Él no solía temer a ese tipo de controles, nunca tenía pruebas de sus delitos en el coche, pero un sobrecito de café que llevaba escrito “Euskal presoak, Euskal Herria” le podía causar algún problema. Había tomado café en una herriko taberna, quería conocer más de cerca aquel pueblo tan diferente del resto del país, aunque tan homogéneo internamente. Como clones metidos en su burbuja de supuesta opresión y tortura. Por suerte, el policía no se percato del sobrecito.
Entonces, casi llegando a la capital del Moncayo, vio a un tipo que hacía auto-stop al lado de la carretera. Él nunca había recogido a nadie que hiciera autostop pero el tipo le pareció inofensivo, mayor, unos 50 años, muy delgaducho, y aparentemente bien aseado y cuidado. Además, la situación no le pareció nada peligrosa. Estaban al lado de la ciudad y menos de 5 minutos estarían cruzando el Duero, entrando en la ciudad. Así que paró, sin pensárselo mucho más.
El tipo se subió al coche. El chico lo miró. Llevaba gafas con las lentes grandes y la montura gruesa marrón oscuro. Su apariencia era muy parecida a la de Woody Allen, flacucho y con alguna arruga marcada en la cara. Llevaba camisa y unos pantalones de pana. Sus movimientos eran rápidos, un gesto atropellaba al siguiente y en cada palabra tartamudeaba, nervioso, como si necesitara contar algo, como si tuviera prisa en hacerlo.
Empezó a hablar, a hacer preguntas.¿De dónde vienes? ¿De dónde eres? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?. El chico, contestaba en todo momento de forma educada, amable y respetuosa, no veía en las preguntas más que la intención de cordialidad y agradecimiento. Además, el hombre también le contaba que tenía muchos amigos del sur además de muchos amigos camioneros. Él pensó que aquel tipo trabajaría en una estación de servicio, o sería también camionero, por el detalle sobre sus amigos.
Poco a poco las preguntas se fueron volviendo más cercanas, demasiado, tanto que el chico empezó a responder con monosílabos y con detalles mínimos. Tanto que la situación empezó a serle incómoda, embarazosa. No había vuelto a mirar a la cara de aquel extraño tipo, sólo miraba serio a la línea blanca de la carretera.
Las tías del sur son más cachondas que las del norte, decía. Yo sé que a los murcianos les gusta mucho follar, añadía, les encanta. Tengo muchos amigos murcianos, camioneros también, y les encanta mucho follar, y las mamadas, ¡cómo le gustan las mamadas! ¿A ti te gusta follar, no? ¿y una buena mamada? ¿te gustan las mamadas, no?
El chico ya no contestaba. Sólo preguntaba, educado. ¿Dónde se baja usted?
Allí arriba, contestaba impreciso y moviéndose torpemente.
¿y eso dónde es? Reiteraba el chico.
Yo te aviso, tú tranquilo, sólo estate tranquilo, decía tartamudeando y sujetándose las gafas.
Yo vengo de estar con un amigo camionero. Me ha llamado diciéndome que tenía la polla que se le salía por la ventanilla, que necesitaba mi ayuda.
¿Y a ti te gustan las mamadas? Una buena mamada, bien hecha, y no de esas que hacen las jovencitas de ahora. ¿Te gustan? ¿Qué dices? ¿Quieres entonces? ¿Quieres?
El nerviosismo invadía al chico, impresionado y afectado por la incredulidad, la aprensión y el asco que le producía aquel tipo.
Entonces, simplemente, con la misma actitud cortés con la que había soportado aquella situación durante todo el camino, se atrevió a decirle que se podía bajar, que aquí ya le vendría bien para ir a su casa. Como si estuviera viviendo todos los días aquella situación.
El tipo que se parecía a Woody Allen se bajó del coche repitiendo que no había ningún problema, que eran amigos, mientras tendía la mano que el chico no quiso estrujar, rodeado de pensamientos de repulsión. Muy probablemente no era la primera vez que aquel tipo lo hacía, y posiblemente no todos habían reaccionado igual que aquel chico.

De Hábitats de secano