viernes, 27 de diciembre de 2013

El origen de su persona

Cogió su equipaje y anduvo hacia el andén número 3. Frecuentaba mucho las estaciones de tren. Desde allí hasta cualquier punto de la tierra, firme, tocando suelo, haciendo pie. Prefería el tren antes que el avión o el barco. Por mar o aire la vista se perdía en el azul inmenso y sus ojos no eran capaces de observar el proceso del viaje, el recorrido del camino. Sin embargo, siempre había admirado la libertad que ofrecían los aviones y el poder alejarse de la realidad terrenal por unas horas pero últimamente algo había estado cambiando dentro de ella.
Nunca pensó que estaría por fin de vuelta por última vez. Su intención siempre había sido la de huir y el alejamiento siempre había sido deseado. Ahora cada vez más notaba las despedidas como ausencias de su dónde y había dejado de huir para únicamente marcharse. Siempre había encontrado razones para emprender camino sin percatarse de que perpetuamente quedaba alguna razón para volver y que para ello era necesario recordar el camino. Ése era ahora su caso. Estaba de vuelta a lo que un día le perteneció. A donde estuvo el inicio de su vida, el comienzo del todo, el origen de su persona.
Nunca llevaba mucho equipaje pero en este viaje llevaba cargada la maleta. También llevaba aquel cuaderno donde solía apuntar términos solitarios que atribuía a las personas con las que se cruzaba. La soledad del viajero, repetía Amanda con cierta frecuencia, sólo podía ser representada con vocablos independientes, repletos de sentidos pero huérfanos de acompañamiento. De esta manera, acabó completando cuadernos repletos de palabras colocadas sin más forma ni equilibrio que el marcado por el mismo azar que había cruzado a toda aquella gente en su camino. Esos cuadernos y aquella costumbre habían sido en el momento obsesivos.
Dejó el equipaje en el estante, justo encima de su cabeza, y ocupó su butaca. Justo delante de ella había un niño, sentado tranquilo, observando por la ventana mientras, a su lado, la que parecía ser su madre dormía plácidamente. Al entrar al vagón, Amanda le había sonreído y ahora el chico seguía con su mirada todo movimiento realizado por ella. Ya en su sitio, estiró las piernas, dejó relajadas sus manos sobre sus muslos y cayó rendida al cansancio del viajero. Porque los viajes también fatigan y nunca hasta ahora le habían cansado tanto ni si había dado tanta cuenta de ello.
Mientras Amanda dormía, parecía percibir al niño observando sus movimientos también en sus sueños. Ella continúo sonriéndole durante largo tiempo pero pronto empezó a ponerse nerviosa y a tender a esconderse de él, temerosa de algo que no acababa de entender. Por mucho que huía, aquel niño no dejaba de observarla, cada vez más cerca. De repente, Amanda notó que alguien le tocaba su vientre, con suavidad y ternura. Rápidamente, abrió los ojos despavorida y descubrió que allí no había nadie, ni siquiera aquel chico que había visto sentado delante de ella. Él había desaparecido y su madre era ahora quien miraba serena por la ventanilla. Como si nunca hubiese existido tal niño más allá de en su interior.
Amanda intentó tranquilizarse. Cogió su libreta de viaje y comenzó a pasar aturdida sus páginas. Volvió a visionar aquellas páginas emborronadas, encontrando a veces difusas figuras y extraños poemas azarosos que aquellos transeúntes casuales habían dibujado inconscientes algún día sobre su cuaderno. Entonces se dio cuenta. La silueta de aquel niño aparecía en muchos de los trazados que moldeaban aquellas palabras aleatorias formando a veces versos que hablaban de niños y madres, de nacimientos y vida.

La madre que Amanda sería se había manifestado a través de ella misma preparándola antes para ello, y había cogido la forma de su propio hijo para expresarlo. No en vano, para ello le había llevado a donde estuvo el inicio de su vida, el comienzo del todo, el origen de su persona. Y ahora, de la de su hijo.