Cogió su equipaje y anduvo hacia
el andén número 3. Frecuentaba mucho las estaciones de tren. Desde allí hasta
cualquier punto de la tierra, firme, tocando suelo, haciendo pie. Prefería el tren antes que
el avión o el barco. Por mar o aire la vista se perdía en el azul inmenso y sus
ojos no eran capaces de observar el proceso del viaje, el recorrido del camino.
Sin embargo, siempre había admirado la libertad que ofrecían los aviones y el
poder alejarse de la realidad terrenal por unas horas pero últimamente algo
había estado cambiando dentro de ella.
Nunca pensó que estaría por fin de
vuelta por última vez. Su intención siempre había sido la de huir y el
alejamiento siempre había sido deseado. Ahora cada vez más notaba las
despedidas como ausencias de su dónde y había dejado de huir para únicamente
marcharse. Siempre había encontrado razones para emprender camino sin
percatarse de que perpetuamente quedaba alguna razón para volver y que para
ello era necesario recordar el camino. Ése era ahora su caso. Estaba de vuelta
a lo que un día le perteneció. A donde estuvo el inicio de su vida, el comienzo
del todo, el origen de su persona.
Nunca llevaba mucho equipaje pero
en este viaje llevaba cargada la maleta. También llevaba aquel cuaderno donde solía
apuntar términos solitarios que atribuía a las personas con las que se cruzaba.
La soledad del viajero, repetía Amanda con cierta frecuencia, sólo podía ser
representada con vocablos independientes, repletos de sentidos pero huérfanos
de acompañamiento. De esta manera, acabó completando cuadernos repletos de
palabras colocadas sin más forma ni equilibrio que el marcado por el mismo azar
que había cruzado a toda aquella gente en su camino. Esos cuadernos y aquella
costumbre habían sido en el momento obsesivos.
Dejó el equipaje en el estante,
justo encima de su cabeza, y ocupó su butaca. Justo delante de ella había un
niño, sentado tranquilo, observando por la ventana mientras, a su lado, la que
parecía ser su madre dormía plácidamente. Al entrar al vagón, Amanda le había
sonreído y ahora el chico seguía con su mirada todo movimiento realizado por
ella. Ya en su sitio, estiró las piernas, dejó relajadas sus manos sobre sus
muslos y cayó rendida al cansancio del viajero. Porque los viajes también
fatigan y nunca hasta ahora le habían cansado tanto ni si había dado tanta
cuenta de ello.
Mientras Amanda dormía, parecía
percibir al niño observando sus movimientos también en sus sueños. Ella continúo
sonriéndole durante largo tiempo pero pronto empezó a ponerse nerviosa y a
tender a esconderse de él, temerosa de algo que no acababa de entender. Por mucho
que huía, aquel niño no dejaba de observarla, cada vez más cerca. De repente,
Amanda notó que alguien le tocaba su vientre, con suavidad y ternura.
Rápidamente, abrió los ojos despavorida y descubrió que allí no había nadie, ni
siquiera aquel chico que había visto sentado delante de ella. Él había
desaparecido y su madre era ahora quien miraba serena por la ventanilla. Como
si nunca hubiese existido tal niño más allá de en su interior.
Amanda intentó tranquilizarse.
Cogió su libreta de viaje y comenzó a pasar aturdida sus páginas. Volvió a
visionar aquellas páginas emborronadas, encontrando a veces difusas figuras y
extraños poemas azarosos que aquellos transeúntes casuales habían dibujado
inconscientes algún día sobre su cuaderno. Entonces se dio cuenta. La silueta
de aquel niño aparecía en muchos de los trazados que moldeaban aquellas
palabras aleatorias formando a veces versos que hablaban de niños y madres, de
nacimientos y vida.
La madre que Amanda sería se
había manifestado a través de ella misma preparándola antes para ello, y había
cogido la forma de su propio hijo para expresarlo. No en vano, para ello le
había llevado a donde estuvo el inicio de su vida, el comienzo del todo, el
origen de su persona. Y ahora, de la de su hijo.