sábado, 30 de enero de 2010

Setas con sabor a bosque

La conocí esa misma noche. Movía la cabeza al ritmo del contrabajo que guiaba aquellas canciones de Jazz, con los ojos cerrados.
Habían pasado ya algunos meses cuando desapareció. Decía que no le gustaba el sonido de aquella minicadena. Había demasiado ruido en los cds de Jeff Buckley y no podía soportarlo. Siempre había querido tener un tocadiscos porque imaginaba que la aguja del tocadiscos era la púa de los músicos. Bueno, en realidad hablaba de la púa de Bob Dylan, porque ella sólo tenía un viejo disco que cogió de su tío cuando era niña, el “Street legal” de Bob Dylan.
Amaba las tiendas de segunda mano. Era como estar viviendo varias vidas a la vez, decía, mientras imaginaba vidas extravagantes de las personas que habían llevado esa ropa o usado aquellos utensilios. Cuando se compraba algún abrigo siempre afirmaba que el dependiente le había dicho que había pertenecido a Jeanne Moreau. Soñaba con haber nacido en la “Nouvelle vague” francesa y así poder haber vivido en París, en un apartamento del quartier latino. También deseaba parecerse a la Catherine de Truffaut, aunque eso no a mí no me gustaba, porque me repugnaba la idea de acabar como Jules y la veía capaz de hacerme lo que Jim si alguna vez la dejaba de querer.
Cuando fui a Madrid a visitar a mi hermano, pasé por una tienda de segunda mano y compré un viejo tocadiscos. Durante casi un mes estuvo sonando su viejo disco sin parar, mientras ella miraba atenta el rozar de la aguja contra el disco.
Ella no quiso venir conmigo a Madrid. Aunque nunca me lo dijo, creo que mi hermano nunca le había caído bien. De hecho, cuando mi hermano estuvo en casa casi no salió de la habitación. Quizá no soportaba que siempre estuviera hablando de la familia, el pueblo y el trabajo. Yo dejé de ir al pueblo cuando descubrí que allí pasaba más rápido el tiempo sin que nada cambiara en su interior. Yo temía envejecer más rápido sin que nada hubiera pasado por mis ojos. Además, todavía no la había conocido.
Le gustaba el salteado de verduras y setas que cocinaba yo. Ella compraba las setas en el mercado de la ciudad, aunque sólo lo hacía en el tiempo de su recolección porque eran las únicas que conservaban el sabor a bosque, decía. Mientras lo cocinaba sonreía, a la espera. Tras cocinarlo, siempre me soltaba un beso y me hablaba de aquel restaurante que íbamos a montar en el que sólo serviríamos salteado de verduras y setas, con sabor a bosque, claro. Luego, habría que buscarse otra cosa pues sólo podríamos tenerlo abierto durante el tiempo de la recolección de las setas. Quizá una pescadería, para así estar más cerca del mar, decía. Le gustaba ver el mar, aunque no soportaba la niebla. Los días de niebla no salía de casa. En aquella ciudad no había apenas niebla aunque solía nevar con frecuencia en inverno y eso le gustaba, pues imaginaba el polvo de nieve como pequeños cristales en forma de estrella.
A los cuatro días de conocernos se trajo algo de ropa a casa. Después, no volvió a pagar el alquiler de su viejo apartamento porque nunca volvió a vivir en él. Decía que no aguantaba más el olor a rancio de su barrio. No le gustaba que no hubiera tiendas de segunda mano, aunque le gustaba pasear por delante de los puestos de pescado. Tampoco aguantaba el resto de la ciudad, pero no sabía como irse porque no sabía donde ir y, además, en pocos lugares había setas tan buenas como allí. Pensaba que esta ciudad tiene el extraño poder de atraparte a ella. Por eso, decía, no hay vagabundos. Los que llegan escapan en cuanto se dan cuenta y no se quedan más de dos o tres días. Sin embargo, ella conseguiría escapar alguna vez.
Un día, al llegar a casa, faltaba el tocadiscos y el disco de Bob Dylan. También faltaba parte de su ropa. Sólo aparecía una nota: “Lo conseguí”.

De Hábitats de secano





2 comentarios:

  1. Me encantan los reencuentros vía blog... Y me encanta tu blog.
    Añadido quedas.
    Un biquiño.

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  2. No sabía yo de este pekeño reducto murciosoriano...

    :)

    Te sigo por blogger también. ¡Besitos zamoranos!

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