martes, 5 de agosto de 2014

La invité a mi suicidio y nunca vino.

La invité a mi suicidio y nunca vino. 
Podría sonar pretencioso si no se ajustara a la realidad y si no fuera mi suicidio, claro. Pero el tacto de la soga sobre tu cuello deja en un segundo plano todo rasgo de hedonismo, aunque el placer -de la muerte- ronde por allí a sus anchas. No creo que desaparecer del mapa pueda considerarse muestra de solidaridad, más allá del egocentrismo -paradójicamente falto de amor propio- que te lleva a hacerlo, pero llegas a pensar que tu ausencia puede ser el remedio frente a todos los males del mundo. También frente al mal de su amor. 
Cuando el objetivo mayor de tu vida se basa en algo que no te pertenece, que queda fuera de tu decisión y alcance, tienes un gran problema. Cuando lo que crees que te pertenece es una mujer, directamente estás perdido. Todo se arregla con el más voluntario de los actos que supones como tuyo, tu propia muerte; aunque finalmente averigües que aquello también es propiedad de aquella mujer.
El roce nunca hace el cariño, ni el cariño te lleva al roce; al menos no como procesos independientes causales. Tienen movimientos de traslación autosuficientes que a veces coinciden en tiempo y tal vez también en lugar, chocando entonces, formando bigbangs, supernovas, y estrellas de una muerte, a las que puede que ella tampoco acudiese, como sucedió en mi suicidio. Porque el roce te puede llevar a la muerte, pero también el cariño. 
Muchos mueren de amor, porque es más fácil morir de amor que enamorado. El amor no duerme en camas de hospital ni tiene arrugas ni canas, por mucho que el enamorado pinte de blanco su cabellera. La vejez es algo que llega para quedarse, al contrario que cualquier amor, que llega para esfumarse una vez se haya consumido. La única manera de evitar que se agote es acabar con tu vida antes que con su amor.
Tan fugaz o más como el orgasmo, acompañado de una gran orquesta de maniobras sexuales, el amor acaba siendo el objetivo de la obra o  el destino del camino. Así es la muerte cuando es elaborada por uno mismo. Si hablamos del mantándose como proceso; del amando y no del amar.  Cuando el arte del amor -y de la muerte- se encuentra en la técnica, en la esencia de su desarrollo y en el ideal de su propio movimiento.
Pero nada, ni amor ni muerte, tiene el tacto de la soga sobre tu cuello, porque la invité a mi suicidio y nunca vino. Quizás ella moría por el suicidio de nuestro amor.