lunes, 20 de septiembre de 2010

Nunca se había enamorado

Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen.
Eduardo Galeano


Había desnudado a más mujeres de las que podía acordarse. No era capaz de reconocer a alguna de ellas si se la cruzara por la calle. De muchas no recordaba ni el nombre. De algunas no sabe si obtuvo algún placer. Muchas de ellas seguro que desearon no haber pasado nunca por su cama.

El sexo nunca había sido más que algo instintivo, casi como un acto reflejo. Algo maquinal, que acercaba su existencia a la de un ratón o un cerdo; asomo animal. De hecho, no sabía si alguna vez había hecho el amor.

No es que le gustara la vida saltando de mujer a mujer. Sólo era su forma de suplantar el amor que nunca había tenido. ¿No es más fácil dejarse llevar cuando uno se dirige a lo desconocido?
A veces se sentía desgraciado si bien no se lo reprochaba: nunca había hecho el amor porque nunca se había enamorado.

Quién sabe si se mentía a si mismo. Que hubiera deseado volver a ver a alguna de sus amantes había sido algo relativamente común entre sus días. Que finalmente lo hiciera, dejándose llevar como cualquiera, no había sido tan extraño en su vida. De algunas había obtenido verdadero placer; de otras incluso cariño. Excepcionalmente incluso había añorado el cariño de alguna de ellas. Sin embargo, siempre había sentenciado marcando un límite que no se dejaba rebasar. De lejos no hay nada que reprochar, de cerca es más difícil atreverse a cualquier cosa.

Quizá nunca se había enamorado porque nunca había dejado que pasara. Para amar, además de querer hay dejarse seducir. Para sentirse enamorado hay aceptar primero lo que se siente. ¿Acaso cuando estaba cerca de enamorarse, sentía la necesidad de irse y rompía toda posibilidad de hacerlo?

Sus esquemas sentimentales parecían demasiado marcados. Inamovibles.
Y ella estaba allí, ahora, esperándole. Y él la deseaba y moría por hacerle el amor, sin saber si sería capaz de hacerlo.

De Hábitats de secano





viernes, 10 de septiembre de 2010

Matar a su enamorado

Se había enamorado de su pene.
Era más hermoso que el resto de su cuerpo. Que el resto de las cosas que había conocido nunca. Erecto, rígido y empinado. Simétrico, con un glande bello y firme.

En las novelas de amor nunca lo había leído. Nunca lo había escuchado en ninguna conversación. Nadie contaba historias de amor hacia penes, vaginas o dedos de los pies. Y ella se sentía rara. Desconcertada e inquieta.

Nunca pensó que el amor fuera así, ni que la primera vez en enamorarse iba a hacerlo de un pene. La gente se enamoraba de otras personas, a veces de varias a la vez, a veces de ambos sexos, pero nunca de un pene.
Quizá nunca debió de hacerlo. Ahora nunca más podría volver a tenerlo entre sus manos, firme y grande.

De eso no podía haberse enamorado ella. Ya no era lo que había codiciado tanto.
Para nada le valía ahora su pene amado seccionado, alejado del cuerpo al que pertenecía. Había perdido la esbeltez que la enamoraba.

El deseo había hecho matar a su enamorado.


De Hábitats de secano



martes, 7 de septiembre de 2010

Desvergüenza

Nunca pensó que los talleres de escritura podrían tener alguna función real. Según él se puede aprender a escribir pero el don de contar historias, de jugar con las palabras, vienen marcadas de forma innata en la persona.
– ¡Seguro que Bukowski nunca estuvo en ninguno de esos talleres de mierda…! – Contestaba siempre
– Además, ¿tú crees que en una semana se puede aprender a escribir?
Realmente nunca quiso aprender a contar historias porque creía que para ello había que vivir vidas diferentes a las del resto de la humanidad, extra-vagantes y canallas; y despertarse y pegarse una ducha, desayunar café con leche y galletas y sacar a pasear al perro no era para nada algo singular.
Finalmente aquel verano acabó inscribiéndose en aquel taller de escritura, dada la insistencia de su amigo Manel, el calor y el aburrimiento que recorría sus días de verano en la capital.
El segundo día de curso apareció algo que lo impresionó. Una chica llevaba el libro “la máquina de follar” de Charles Bukowski. Siempre había odiado el pudor y el decoro entre la gente, y que aquella chica mostrara sin vergüenza alguna que estaba leyendo uno de los libros de Bukowski con título más explicito, le aporto una empatía y cercanía extrañas. Se sorprendió aún más cuando se dio cuenta de que sus ojos se habían dirigido con anterioridad al libro, que a las piernas que asomaban bajo el vestido blanco que remarcaba, engrandeciéndolo, su torso moreno.
Los días de la semana fueron pasando y la chica morena no había vuelto. Quizá no había ido al taller porque necesitaba conocer las historias de un escritor mujeriego y borracho que acaba titulando a su libro “la máquina de follar”. El taller de escritura iba llegando a su fin y había resultado ser lo que esperaba: todo se resumía en que había que leer para aprender a escribir, y que aun leyendo mucho, puede que no pasaras de bloguero.
Sin embargo, el último día la chica volvió por la sala, ya sin el libro en la mano. Después me contaría que había estado aprendiendo a ser escritor, revolcándose en las desventuras de uno de los más borrachos habidos y por haber. Yo la convencí para que viniera a mi casa contándole historias, como nunca lo había hecho, como lo hacían los escritores, inventando una realidad repleta de desvergüenza.

De Hábitats de secano