domingo, 13 de enero de 2008

Gasolina

Era sábado y el sol bretón se había metido, como de costumbre muy temprano, por el horizonte occidental. Ainara, Eva y Pepe se destinaban a volver de Nantes cuando Pepe se percato de que la aguja de la gasolina estaba demasiado cerca de la línea inferior.
Habían pasado el día en Nantes (ciudad en la que hace cinco años Ainara y Pepe se conocieron gracias a una beca “para aprender francés”). Tras disfrutar de una comida “a lo sueco”, ellas se deleitaron con las rebajas de Ikea –hacía falta aprovisionar el nuevo estudio que Ainara había alquilado- y él decidió ir a visitar a la familia con la que estuvo –o “la vieja” como él prefería llamar a la única integrante de la familia-.
Pepe llegó contento por todos los recuerdos revividos al volver a ver a la ciudad francesa que primeramente lo alojo y a la amable mujer que lo reconoció a pesar de la edad y del tiempo pasado, mientras Eva y Ainara haciendo honor a los prejuicios propios del sexo femenino seguían echando trastos al carrito y estrangulando del todo la delgada beca erasmus.
Finalmente partieron sin llenar el pequeño depósito de la vieja furgoneta, mientras cantaban a coro las canciones de “Habana Blues”. Ainara estaba segura de que quedaba suficiente gasolina para hacer los 120 km que separaban las dos ciudades. – “Mi vieja furgoneta gasta menos que una bici” – decía.
Al poco de salir, al encenderse la lucecita naranja, empezó a ser evidente que la gasolina era mínima en el depósito, y más claro quedaba aún que no había la suficiente para llegar a Rennes. En Francia, algo que ya sabían los viajeros, son escasas las gasolineras. Viendo que en el camino no aparecían las lucecitas –rojas o verdes casi siempre- para rellenar el líquido negro (por no haber no habían ni las luces de neón de todos colores tan típicas de España) decidieron parar en un intermarché que se veía a la orilla de la carretera a mitad de camino esperanzados de que, como en casi todos los supermercados franceses, hubieran surtidores. Al final no había ni supermercado, sólo un almacén con un guardián que asustó más a aquellos peregrinos al decirles que no había gasolineras hasta llegar a Rennes.
Siguieron su camino implorando a dioses en los que ninguno de los tres creían mientras “Marlango” ponía música ambiente a aquellas caras de temor. Por fin llegó la salvación cuando el coche tironeaba: una señal que indicaba la presencia de alguna gasolinera se divisaba a su derecha. Alegres y ya brindando con el último trago de agua que quedaba en sus botellas cogieron aquella salida y se metieron a un pequeño pueblo en el que sólo encontraron una pequeña pizzería con cinco niños, un viejo surtidor que no funcionaba y nadie en la calle a quien poder preguntar.
La situación era ya más que grave, ya nadie hacia ni caso a “Los Mártires del Compás” que cantaban en la vieja radio. Los tres transeúntes planeaban ya cómo dormir frente al frío francés tapándose con los ropajes comprados en ikea y cómo saciar los hambrientos cuerpos con una pequeña caja de galletas suecas y sin agua –menos mal que nos queda el calor humano- bromeaban a la vez que sudaban. La única solución que encontraron fue volver dirección Nantes con la última gasolina y a velocidad ínfima a esperar que hubiera alguna gasolinera en aquella dirección.
Cual fue su sorpresa cuando, unos kilómetros adelante, dirección Nantes, había una gasolinera. Se acabo la aventura. Faltó poco.

De Hábitats de secano

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