martes, 28 de julio de 2009

Histórias de uma viagem a Portugal

Era el último martes del mes de julio de 2009. Para la inmensa mayoría de las personas del mundo, esas enfangadas en un atasco ahumado y ruidoso o aquellas apiladas en una playa con vistas a edificios agigantados, un día más, un día cualquiera. Para aquellos dos buenos amigos de juventud, iba a ser un día que iba a quedar marcado en sus memorias, imagen a imagen, sensación a sensación, palabra a palabra, silencio a silencio.
Gabriel y Javier llevaban ya casi cinco días de viaje y aun le restaban otros tantos hasta llegar a sus respectivos hogares rurales. Su intención era cruzar el Alto Alentejo hasta llegar a la costa alentejana que recorrerían, adentrándose en ocasiones en el interior montañoso, obteniendo el desenlace de la historia al volver a cruzar la frontera, tras dibujar el litoral del Algarve.
Habían decidido realizar aquel viaje por las tierras sureñas portuguesas aprovechando que estaban en Extremadura para ir a un festival de música pop independiente donde también habían disfrutado en grande. Además, ambos tenían aun el corazón tocado por viejos amores y la mente desorientada, evocaban siluetas femeninas no presentes y precisaban un ambiente de reflexión, tranquilidad y confianza que sólo la compañía de viejos amigos incuestionables podía ofrecer. Ambos eran culpables del delito de amor; el primero cumplía condena por haber entregado y demostrado, sin condición ni coartada alguna, todo el amor que le cabía empeñando incluso parte de su misma esencia; y Javier era responsable de la fechoría de no haber sido capaz de demostrar suficientemente el amor, pues las cosas más apetecidas, se cogen a veces de manera tan ágil y rápida que se incurre en torpeza al hacerlo. Ahora intentaban evitar que cualquier forma de amor, incluso la más diminuta, les recordase dolorosamente al amor perdido y, aunque eran conscientes de que estaban tan rotos por la vida como cualquiera que hubiese tenido, al menos por un instante, el coraje de vivir; cómo escapar, si todo lo que fue, en su día y sin dudarlo, hermoso, se destruyó después, negando así no sólo el futuro sino también el pasado.
El cansancio, aunque aun no aparecía de forma importante, sí que se iba mostrando poco a poco debido a que las dos últimas noches habían dormido poco y hacía ya días que no probaban una vulgar y ordinaria cama, a pesar de que habían sido dos de las noches más bonitas de su joven vida.
Dos días antes habían dormido resguardados por salientes rocosos hasta que el frío les obligó a abrigarse en el interior del coche, bajo el firmamento de estrellas que cubría sus solitarios cuerpos tirados sobre la arena de una escondida cala natural del Alentejo portugués. Allí absorbieron, ambientados por la musicalidad del golpear de las olas, entre el banal sabor de un bocadillo de chorizo adornado con un punto de embriaguez, el juego de luces de un sol que supo esconderse lentamente en el horizonte oceánico para permitir a la luna menguante brillar hasta que decidió adentrarse, como el otro astro, entre las frías aguas atlánticas. Fue su primera puesta de sol, quizá la más bonita que verían en su vida, y realmente era tan bella como la habían imaginado.
La noche anterior no había sido tan fría aunque sí igual de especial. Recorriendo la montaña del Algarve se les fue haciendo de noche y acabaron tirando la tienda de campaña en medio del valle de un monte casi deshabitado, cerca de un pequeño río y al lado de un camino de tierra por el que no pasó ni un coche en toda la noche. Al lado de ellos, se escuchaba el ladrido de un perro de una pequeña casa-chabola rural que se divisaba ladera arriba, el zumbir de enormes mosquitos que se chocaban con el plástico de la tienda de campaña junto con el imparable sonido del agua del río correr. Mientras hubo luz el paisaje de ribera les servía resguardo para después dejar pasar a otro cielo repleto de estrellas. Una vez dentro de la tienda, ninguno se atrevió a salir. Aunque no hablaban de ello –los miedos se hacen pequeños con la ignorancia humana hacia éstos- ambos pensaban en la posibilidad de que se acercara cualquier animal al olor de la comida, cualquier paisano del monte al recaudo de su tierra, la misma guardería forestal con el objetivo de obtener una prima económica que le ayudara a llegar a fin de mes o cualquier otra cosa, sea lo que sea, que pudiera romper la armonía del momento.
Y sí, era ese día concreto, día cualquiera donde los haya, cuando, tras lo ya vivido y con lo que aun les quedaba de viaje, llegaron al Cabo San Vicente. Esa esquina olvidada de la península, ese rincón añorado desde los fados portugueses, ese lugar donde se acaba la tierra para siempre y comienza el mar hasta nunca. Acantilados rocosos golpeados por las olas e inundados por ese azul profundo inacabable, inabarcable.
Los dos chicos, tras dar un pequeño paseo, procedieron a expulsar al océano el dolorido pasado –Javier incluso desterró una antigua tobillera, símbolo de ese pasado y sus amores- y a arrojar mar adentro, como tantos otros habrían hecho, deseos escritos sobre un papel. ¿Cuántos deseos habrá cumplido el mar? ¿Cuántos se habrán hundido sin saber nada de ellos?, se preguntaba Javier mientras levantaba el brazo con una bolita de papel en la mano.
A continuación, sólo se sentaron sobre las rocas erosionadas por el agua, al borde de los solemnes acantilados, y quedaron en silencio, en absoluto silencio, sólo observando el horizonte y el océano-mar azul, y reflexionando sobre todo lo que quedaba atrás.
Pasaron segundos, minutos, incluso horas quizá, ya nadie lo sabe. Gabriel se levantó y, sin decir aun ni una palabra, abrazó fuertemente a Javier, símbolo de la complicidad, el cariño entre ambos y la consciencia de la importancia de lo que acababan de hacer.
Ninguno de los dos derramó una lágrima. Ambos resistieron con los ojos humedecidos. Habían comprendido lo insignificante de esas excreciones aguadas frente a la inmensidad del océano, y lo privilegiados que eran sólo por hecho de poder haber disfrutado de ese momento y de las sensaciones del lugar.
Tras retomar la marcha, el silencio permaneció constante hasta que el mar ya no se podía divisar, como si le estuvieran escondiéndole algún secreto. Entonces, ambos amigos se agradecieron el poder compartir momentos como ese y comprendieron un poco más las cosas importantes de la vida, tan desconocidas para la humanidad, esa enfangada en un atasco ahumado y ruidoso o aquella apilada en una playa con vistas a edificios agigantados.
Y sí, era ese día concreto, día cualquiera donde los haya, cuando, tras lo ya vivido y con lo que aun les quedaba de viaje, llegaron al Cabo San Vicente. Esa esquina olvidada de la península, ese rincón añorado desde los fados portugueses, ese lugar donde se acaba la tierra para siempre y comienza el mar hasta nunca. Acantilados rocosos golpeados por las olas e inundados por ese azul profundo inacabable, inabarcable.
Los dos chicos, tras dar un pequeño paseo, procedieron a expulsar al océano el dolorido pasado –Javier incluso desterró una antigua tobillera, símbolo de ese pasado y sus amores- y a arrojar mar adentro, como tantos otros habrían hecho, deseos escritos sobre un papel. ¿Cuántos deseos habrá cumplido el mar? ¿Cuántos se habrán hundido sin saber nada de ellos?, se preguntaba Javier mientras levantaba el brazo con una bolita de papel en la mano.
A continuación, sólo se sentaron sobre las rocas erosionadas por el agua, al borde de los solemnes acantilados, y quedaron en silencio, en absoluto silencio, sólo observando el horizonte y el océano-mar azul, y reflexionando sobre todo lo que quedaba atrás.
Pasaron segundos, minutos, incluso horas quizá, ya nadie lo sabe. Gabriel se levantó y, sin decir aun ni una palabra, abrazó fuertemente a Javier, símbolo de la complicidad, el cariño entre ambos y la consciencia de la importancia de lo que acababan de hacer.
Ninguno de los dos derramó una lágrima. Ambos resistieron con los ojos humedecidos. Habían comprendido lo insignificante de esas excreciones aguadas frente a la inmensidad del océano, y lo privilegiados que eran sólo por hecho de poder haber disfrutado de ese momento y de las sensaciones del lugar.
Tras retomar la marcha, el silencio permaneció constante hasta que el mar ya no se podía divisar, como si le estuvieran escondiéndole algún secreto. Entonces, ambos amigos se agradecieron el poder compartir momentos como ese y comprendieron un poco más las cosas importantes de la vida, tan desconocidas para la humanidad, esa enfangada en un atasco ahumado y ruidoso o aquella apilada en una playa con vistas a edificios agigantados.

De Hábitats de secano


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