domingo, 25 de octubre de 2009

Terrazas cuando el sol calienta

Llegó a su nueva casa de alquiler. Ésta se localizaba en el centro de aquella ciudad, muy cerca de la plaza mayor, y en una de esas callejuelas empinadas del casco antiguo. Había decidido irse a vivir solo harto de periódicas mudanzas y de las no-relaciones con las personas de la habitación de al lado. A la vez, se estaba marcando una prueba que antes o después debía llegar y que todo el mundo debe aventurarse a hacer en alguna ocasión (y más aun si hablamos de un chico con afinidad a la soledad y con dificultad para entregar a cualquier persona parte de lo que es), marcando así un paso en la madurez y evolución vital: vivir en soledad. Esto es relativo en la actualidad, bien es cierto, dada la inabarcable comunicación existente a través de numerosos aparatos electrónicos.
El piso tenía una pequeña terracita. Al ser sureño el chico, éste siempre había sido amante de la luminosidad y tenía esa extraña tendencia a no encerrarse entre cuatro paredes que caracteriza a la gente del sur, así que la presencia de aquella terraza le agradó significativamente.
Al instalarse en el piso limpió bien la terraza, regó las plantas que adornaban la terraza (herencia de la casera) y preparó aquel espacio para compartirlo con sus amigos en ocasiones varias al ritmo de buena música y con el sabor a alcohol y tabaco. Mientras lo hacía, la vecina del piso de encima le comentaba el estado de abandono de la terraza debido al poco uso que había tenido por los antiguos inquilinos.
El verano pasó muy rápido en la ciudad y la terraza siguió cubriéndose de hojas secas y olvidando aquel sabor que lo iba a caracterizar. Habían pasado amigos por el piso pero muy pocos por la terraza. Y el chico, que llevaba ya un tiempo en aquella ciudad, comprendió algo evidente de lo que no se había percatado: las terrazas sólo son tales cuando el sol calienta lo suficiente.

De Hábitats de secano

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